Entre “quehaceres” y tráfico se desenvuelve la vida del venezolano común. En vista de lo vital que resulta optimizar el tiempo, los desayunos en las colas y las lecturas en los centros de comida “rápida” son más comunes de lo que parecen. Quizás la diferencia sustancial entre el que vive la rutina amargado y el que no ha perdido la capacidad de acariciarle la espalda a la vida es la habilidad de apreciar los pequeños momentos. No es lo mismo refunfuñar porque la lluvia causará hidrofobia a las autopistas de Caracas que inmortalizar el instante en el que las gotas de agua caen como misiles en el charco, levantando el agua sucia como una micro explosión, para luego diluirse en lo que parece un festín de ondas que acrecientan su tamaño incesantemente. Es esa destreza para perpetuar instantes lo que hace de nuestra rutina algo menos convencional y despierta nuestra sensibilidad por la reflexión que, a su vez, es la responsable de los inventos y descubrimientos más importantes de la historia. Dicha inquietud no sólo ha sido dirigida a la ciencia, también hay quienes (para mí, los más osados) la “transforman” en arte. Este blog está dirigido para los curiosos, aquí no sólo podrán leer historias que por timidez sólo me atrevo a contar por escrito, tanto reales como “de mentira“; también podrán apreciar en “cámara lenta” las pequeñas cosas que la naturaleza nos obsequió y que los científicos se han dado a la tarea de explicar para nosotros, los curiosos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Cacería


Nunca pudo olvidar esa noche. El reloj del despertador marcaba las diez, la noche era fresca y la vecina había dejado de recitar el doloroso y siempre puntual do re mi fa sol. El perro aparentemente había tomado la valiente y respetable decisión de suicidarse por lo chillidos de su dueña la “cantante”, pues no había ladrado en toda la noche. Las gotas de lluvia caían sobre el techo con un golpeteo que el mismo Dudamel incluiría en su sinfonía. Todo apuntaba a que sería la única noche silenciosa del año en la que podría dormir con una expresión apacible en su rostro y sin alguna palabrota pronunciada en inaudible voz.
De repente, una especie de susurro muy agudo ocasionó el roce de sus dedos con las manos de Morfeo que con los brazos extendidos lo esperaba. Abrió los ojos y sólo había nada. Nuevamente cerró los ojos y se concentró en la orquesta del techo que tocaba sólo para él. Sintió su cuerpo liviano pero algo estaba mal; su pie lo percibía frío pues se había deslizado fuera de la protección de su Cannon de 2000 hilos. El dedo gordo del pie le hormigueaba e intentó reprimir la necesidad de rascarse. No lo logró. Abrió los ojos nuevamente, ahora conciente de lo que pasaba. Debía erradicar el problema que le impedía dormir pues ya eran las once menos quince y al día siguiente debía madrugar para evitar la acostumbrada cola de la Regional del Centro. Decidió encender la lámpara de la mesa de noche y fue en ese breve instante en el que logró ver su silueta. Su sombra al acercarse a la luz provocaba en él un calor en las orejas que hubiese dado lo que fuera por no sentirlo en esa su tan esperada noche.
Entre zumbidos, manotazos a fantasmas y maldiciones, se había declarado el duelo en el que sólo uno vencería. Para él se trataba de ganar o resignarse a que siempre existirá quién impida su felicidad a toda costa. Para el otro era un asunto de vencer o morir. Inesperadamente, a las dos de la mañana un silencio sepulcral lo envolvió. La lluvia había cesado y al parecer el enemigo había huido como un cobarde. Apagó la lámpara y con un aire de suficiencia elevó su alma hacia la tierra en la que él era el centro y el todo. Lo que sucedió después lo enloqueció.
El zumbido otra vez, las tres de la mañana, sábanas y almohadas en el piso, la lámpara echa añicos, la oscuridad, el inaguantable ruido del que no se rinde, el manotazo a la pared, el dolor, la sangre y el silencio. Las cuatro de la mañana, el cerrar de los ojos, el cantar del gallo electrónico, la sonrisa fugaz.

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