Entre “quehaceres” y tráfico se desenvuelve la vida del venezolano común. En vista de lo vital que resulta optimizar el tiempo, los desayunos en las colas y las lecturas en los centros de comida “rápida” son más comunes de lo que parecen. Quizás la diferencia sustancial entre el que vive la rutina amargado y el que no ha perdido la capacidad de acariciarle la espalda a la vida es la habilidad de apreciar los pequeños momentos. No es lo mismo refunfuñar porque la lluvia causará hidrofobia a las autopistas de Caracas que inmortalizar el instante en el que las gotas de agua caen como misiles en el charco, levantando el agua sucia como una micro explosión, para luego diluirse en lo que parece un festín de ondas que acrecientan su tamaño incesantemente. Es esa destreza para perpetuar instantes lo que hace de nuestra rutina algo menos convencional y despierta nuestra sensibilidad por la reflexión que, a su vez, es la responsable de los inventos y descubrimientos más importantes de la historia. Dicha inquietud no sólo ha sido dirigida a la ciencia, también hay quienes (para mí, los más osados) la “transforman” en arte. Este blog está dirigido para los curiosos, aquí no sólo podrán leer historias que por timidez sólo me atrevo a contar por escrito, tanto reales como “de mentira“; también podrán apreciar en “cámara lenta” las pequeñas cosas que la naturaleza nos obsequió y que los científicos se han dado a la tarea de explicar para nosotros, los curiosos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Después de la muerte


            Casi pude sentir sus labios fríos susurrándome al oído que fuese a su encuentro. El inusual rojo carmesí del río permitió el hallazgo de su cuerpo en la orilla. Nadie supo cómo había muerto, pero a una semana de su muerte aún sentía su presencia.
            Una noche tenía dificultades para acurrucarme en los brazos de Morfeo, el frío me helaba la sangre y, sorpresivamente, su respiración rompió el silencio. Abrí los ojos a la espera de ver los suyos penetrar la oscuridad. La última vez que los vi brillar me prometió que volvería, pero ahí estaba yo humedeciendo mi almohada sin consuelo y contemplando el vacío del otro extremo de mi cama.
De repente las ventanas se abrieron de par en par y una densa niebla inundó mi habitación. No sentí miedo, sabía que era él. Me levanté sin prisa, pues él me esperaría como siempre. Abrí la gaveta donde guardaba el camisón de seda rojo, a él le encantaba. Me lo puse, me perfumé como lo hacía todas las noches antes de su llegada y bajé las escaleras hacia el vestíbulo. Una vez allí, contemplando la foto de nuestra boda, supe lo que debía hacer.
Caminé cuidadosamente entre la penumbra hasta el campo santo del pueblo, donde el cuerpo de mi esposo reposaba. Un murciélago me acompañó hasta el final de la cuesta donde se encontraba su sepulcro. Al acercarme, mi corazón dio un salto brusco debajo de mi pecho semidesnudo. Parado al lado de la lápida, estaba mi amado. Vestía un traje negro que contrastaba con el tono grisáceo de su piel y su aroma era desconocido, pero adictivo. Al sonreír, sus labios sangraban debajo de unos dientes afilados, sus ojos carmesí centelleaban de pasión y furor, deseosos de mí aún después de la muerte.
Antes de decidir mover algún músculo él ya se encontraba a mi lado, tomó mi mano y la besó. Sus labios helados me estremecieron y una línea roja apareció en el dorso al roce de sus dientes. Divino ardor que estaría dispuesta a soportar en su compañía. Al notar lo que había hecho, sus fosas nasales se contrajeron en una mezcla de anhelo y dolor. Con sumo cuidado limpió mi sangre con su lengua y una expresión de éxtasis se asomó en sus ojos. Lentamente acarició mi cuello con sus uñas largas y filosas, mis piernas temblaban hasta que no soporté el peso de mi cuerpo y caí rendida a sus pies. En todo momento su mirada traspasaba mi ser, podía escuchar su voz en mi mente diciéndome: Te prometí que volvería… Pensé que nunca sería feliz sin el, que no merecía tanto sufrimiento, habíamos nacido para estar juntos y, aunque lo juramos ante Dios, no permitiría que la muerte nos separara.
            Inmediatamente su voz desesperada interrumpió mis pensamientos y me respondió: Quédate conmigo. No temas a la penumbra, en el alba descansaremos hasta el crepúsculo donde nuestro amor vivirá por siempre. Mi corazón desbocado ardía en mi pecho y con un suspiro asentí. Me arrojé en sus brazos, el acarició mi cabello, sus frías manos descendieron poco a poco hasta llegar a mi cuello, apartó a un lado mi cabellera y permitió que la brisa rozara mi piel. Trazó una línea con su lengua desde mi oído hasta mi cuello, se detuvo y suavemente me penetró con sus filosos dientes. En este instante el frío desapareció y un fuego abrazador me consumió por dentro; el dolor carecía de importancia en comparación con el deseo de perderme entre sus labios. Lo último que vi fue su expresión de satisfacción, luego la oscuridad.
            La luz traspasaba mis párpados, abrí los ojos y vi a un murciélago alejarse a través de la ventana. Estaba amaneciendo y mi habitación estaba desierta. Al pensar en lo ocurrido me levanté apresuradamente, corrí hacia el baño y vi mi imagen en el espejo; mi cuello se encontraba intacto.
Las lágrimas brotaron nuevamente de mis ojos. Todo había sido un sueño.

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