Un mes después el doctor me citó en su consultorio para decirme que me había suicidado. Pensé que no se enteraría, pero pocas horas después descubrí que nada había sido coincidencia.
En lo inusual de lo usual mi vida alcanzó su punto de inflexión. Todas las tardes me sentaba en el mismo banquito de la plaza Bolívar a leer el periódico y a ver pasar las millones de historias que el tiempo consumía. Los niños en sus patinetas siempre jugando despreocupados y las parejas colegialas besuqueándose en los rincones. Era un espectáculo que me remontaba a épocas en las que mi inocencia no se había corrompido.
La tarde del 23 de noviembre el cielo, con su acostumbrado tono grisáceo, se me antojaba peculiar. No había sol ni estrella ni luna. No había nubes con forma de conejo, pero aun así algo me provocaba una sensación de ansiedad que hace meses no experimentaba. Ya llevaba un año sobrio. Cuando el doctor me dijo que el alcohol y el cigarrillo me habían hecho merecedor de un corazón nuevo, supe que debía cambiar. Ya le había fallado lo suficiente a mi esposa e hijas, no podía dejarlas solas. La lista de espera para el transplante era larga, pero si llegaba mi turno y no estaba limpio perdería la oportunidad de vivir.
La señora que vendía café siempre se sentaba en el banquito a mi lado para conversar. Algunas veces hablábamos sobre mi larga y atormentadora espera, otras veces sobre cómo había cambiado todo en “estos tiempos”. Esa tarde no llegó. Extrañado por su ausencia noté que nunca me había dicho su nombre. Sabía muy poco de ella y al preguntarle a la gente del lugar me dijeron que nunca la habían visto hablando con alguien que no fuese yo. Me pareció extraño, pero no le di mayor importancia, pronto aparecería.
Estaba terminando de leer las noticias cuando una brisa muy fuerte azotó el lugar. Pude ver cómo la última hoja del árbol seco caía con el aparente suspiro del tronco ahuecado. Me detuve un instante a observar la eterna caída de la hoja y a milisegundos de tocar el suelo sentí lástima por ella. Todo estaba mal. Mi acompañante había desaparecido y el árbol se encontraba sin vida.
Lo que pasó luego cambió mi vida.
Un hombre desconocido me saludó alegremente. Le devolví el saludo, se sentó a mi lado y enseguida comenzamos a hablar. Me dijo que lo habían ascendido en su trabajo. Lo felicité y el tomó un trago de su cantimplora. Era ron Santa Teresa, mi favorito. Me ofreció un trago y me negué. Le expliqué mi condición, para lo que el respondió: “Tome, amigo, insisto. Un trago no le hará daño, brinde conmigo”. Dudé un par de segundos, suficientes como para llevar el ron a mi boca. El líquido del diablo despertó mis papilas gustativas que saltaron con euforia, no podía parar. Cuando lo había tomado todo, el hombre ya no estaba. Fui a la licorería y compré más.
Semanas después desperté en el mismo banquito. Olía como algo viejo y rancio, no tardé en notar que era yo. Mi esposa se me acercó y con lágrimas en los ojos me dijo que el doctor había llamado para decirme que ya había llegado mi turno. Tenía que ir a la clínica ese mismo día.
Fui a la clínica y mi estómago se contrajo de repente. Mi corazón palpitaba aceleradamente cuando vi al diablo. Allí estaba, el hombre de la plaza con mi amiga, la señora del café. Me les acerqué y el hombre sonriente me dijo: “Por lo visto, fue más fácil de lo que pensaba… Gracias por donarle el corazón a mi madre”.
Cuando entré al consultorio lo entendí. Todo había sido planificado por ellos. La señora del café estaba detrás de mí en la lista, su hijo sólo tuvo que tentarme para que yo acabara con mi oportunidad de vivir.
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